Skip to main content

El apagón que encendió lo más importante

El apagón que encendió lo más importante

El lunes 28 de abril amaneció como cualquier otro en la Península Ibérica. La vida transcurría entre el zumbido de los teléfonos, el pitido de los semáforos y el murmullo constante de una ciudad hiperconectada. Hasta que, de repente, todo se apagó. Literalmente.

A media mañana, el mayor apagón eléctrico de la historia reciente del país dejó sin luz a millones de personas en España y Portugal. La sorpresa dio paso al caos: trenes detenidos, ascensores bloqueados, quirófanos funcionando a medias, carreteras colapsadas y supermercados con las puertas cerradas. Las comunicaciones móviles se esfumaron, e internet se convirtió en un lujo inalcanzable. De golpe, las grandes ciudades retrocedieron un siglo.

Quienes caminaban a sus trabajos compartían un desconcierto común. Se cruzaban miradas que preguntaban lo mismo: ¿también se ha ido la luz en tu casa? Los semáforos ya no ordenaban el tráfico, pero sí lo hacían los gestos entre vecinos. En los hospitales, solo lo urgente encontraba lugar. En los hogares, los alimentos descongelados se convertían en una comida improvisada para compartir con quien estuviera cerca.

Sin la distracción constante del teléfono móvil, muchas personas levantaron la vista. Redescubrieron la ciudad, las voces de sus vecinos, y el placer olvidado de una conversación cara a cara. Fue un golpe a la rutina, sí, pero también un recordatorio poderoso: a veces, para reconectar con lo humano, basta con desconectarse de lo digital.

 

El pan de cada día


Pero esta experiencia, que para millones de europeos fue temporal e inesperada, es el pan de cada día en muchas comunidades del Sur Global.

En la aldea de Mbale, en Uganda, Mary se levanta a las cinco de la mañana para caminar tres kilómetros y cargar el teléfono con una batería solar comunitaria. Su familia vive sin electricidad en casa. Por las noches, los deberes escolares de sus hijos se hacen a la tenue luz de una lámpara de queroseno, y conservar alimentos es prácticamente imposible. Si hay que ir al hospital, se espera que no sea de noche. La electricidad, allá, es un privilegio, no un derecho.

En las zonas rurales de Bihar, en India, la llegada de la noche marca también el fin de la actividad. Las niñas dejan de estudiar por falta de luz, y las madres cocinan a oscuras. Y aunque algunos hogares disponen de paneles solares, los apagones son tan frecuentes que se considera normal vivir varias horas al día sin corriente.

En América Latina, comunidades indígenas del Amazonas colombiano viven en completa desconexión. No hay red eléctrica, ni cobertura móvil, ni internet. La educación se adapta a lo que haya: si no hay luz, no hay clases digitales. Si se corta la energía en el pequeño centro de salud, el refrigerador donde se guardan vacunas deja de funcionar.

Lo que para España fue una anomalía, para millones es rutina. Y, sin embargo, incluso allí, hay razones para creer en un futuro mejor.

 

Pequeños grandes avances


En Ruanda, el uso de redes eléctricas descentralizadas con energía solar está llevando luz a aldeas que nunca estuvieron conectadas. En Perú, iniciativas de energía renovable están llegando a comunidades que antes vivían a oscuras. En India, el ambicioso plan Saubhagya logró electrificar más de 26 millones de hogares en áreas rurales en solo dos años.

Estos pequeños grandes avances están cambiando realidades. Porque, aunque los cortes sigan ocurriendo, también se multiplican las historias de superación, innovación y esperanza.

 

El apagón del 28 de abril nos recordó que, más allá de la tecnología, somos humanos, y que en la oscuridad también puede encenderse lo importante. Que hay comunidades enteras que viven sin lo que para muchos es básico, pero no han perdido la fe en un futuro más luminoso.

Tal vez no necesitemos otro corte de luz para darnos cuenta de que, incluso en la sombra, el espíritu humano sigue brillando. Y que la energía más poderosa que tenemos no viene de una red eléctrica, sino de nuestra capacidad para adaptarnos, ayudarnos y nunca dejar de esperar.