De la pregunta al compromiso

Cuando conoció el programa VOLPA, Sergio Iturre Carcavilla estaba inmerso en Elkar-Topatzen, ofrecido por la Pastoral de Jóvenes MAGIS de la Plataforma Apostólica de Loyola. La propuesta de VOLPA —formación previa, inmersión prolongada en comunidad y espiritualidad ignaciana— le llamó la atención de inmediato. No era una idea nueva, pues personas cercanas ya lo habían vivido, pero esta vez la chispa se convirtió en compromiso. Quería hacer voluntariado internacional, compartir, conocer otras realidades y, sobre todo, vivirlas.
Así comenzó un camino marcado por una pregunta que aún hoy lo acompaña: ¿quiero hacer VOLPA o quiero decir que he hecho VOLPA? Una distinción sencilla, pero poderosa. La respuesta que se dio entonces lo situó de forma clara al llegar a terreno: estar donde se le necesita, no donde él quisiera; aceptar los momentos difíciles; y aprender a gestionar sus propias expectativas.
La fuerza de lo cotidiano
Su destino fue Santa María de Nieva, en Perú. Allí participó en tres proyectos distintos, cada uno con su propio ritmo y lógica, todos dentro de una cotidianeidad que pronto asumió como propia.
En el Servicio Agropecuario para la Investigación y Promoción Económica (SAIPE), se integró al área social, apoyando labores de sensibilización e incidencia en torno a problemáticas del territorio, como la trata de personas y la prostitución. Desde esa posición, colaboró con un enfoque comunitario y participativo.
Al mismo tiempo, durante un semestre, impartió clases de inglés en el Instituto de Fe y Alegría. Una tarea que, según cuenta, nunca imaginó realizar. Finalmente, en la Parroquia Virgen de Fátima, acompañó al párroco en visitas a las comunidades del Río Santiago y colaboró en el centro de espiritualidad Tunaants.
Tres espacios diferentes, un mismo hilo conductor: formar parte, desde la escucha y la presencia. “Aunque desde la posición de voluntario tú estás viviendo una experiencia única, una vez en terreno te metes en rutinas de instituciones y personas, y de esto hay que ser muy consciente”, reflexiona. Para quienes le rodeaban, esas interacciones podían ser parte de su jornada habitual. Ese contraste entre lo extraordinario y lo cotidiano fue una de las claves para situarse, con humildad, en el lugar que le correspondía.
Vínculos que dejan huella
No menciona obstáculos concretos. Tampoco victorias espectaculares. Pero sí un cambio claro. “Recuerdo una muy clara: poder transformar mi realidad a la vez que transformaba algo dentro de mí. Y aunque esto ocurrió (más lo segundo que lo primero), lo que sí que pasó fue aprenderme a aceptarme a mí mismo. Como soy. En el contexto que sea.”
Esa aceptación vino también de la mano del acompañamiento recibido en terreno, que define como muy bueno. “Sobre todo, porque he podido participar y ser acompañado por gente que hablaba desde un mismo sentir, que es la espiritualidad ignaciana.” Esa conexión espiritual fue un pilar durante su experiencia.
Al mirar atrás, lo que más resuena en su memoria no son las tareas, sino las personas. “Me quedo con la gente. Con los Paulos, Eduardos y Nisidas de allí, pero también con las Mónicas, Cristinas y Elenas de aquí. Y otra tanta gente que engloban esos nombres.”
Un salto que vale la pena
A quienes dudan sobre lanzarse a la experiencia VOLPA, les propone hacerse la misma pregunta que él se planteó. También les deja una reflexión: “Tenemos la suerte de que nuestras piscinas están siempre llenas, y eso lo convierte en un deber, casi obligación, de dar una pequeña parte de todo lo que hemos recibido.”
Con palabras sencillas pero certeras, resume una vivencia que fue tanto hacia fuera como hacia dentro. Un voluntariado que le interpeló, lo acompañó y, sobre todo, lo transformó.