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Luces de Guatemala

Edurne y su compañera Nerea durante su estancia con el IGER, Guatemala

Edurne González, profesora de la Universidad de Deusto, se desplazó el pasado verano a Guatemala como voluntaria en el Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica, IGER. Aquí nos cuenta su experiencia.​

Mi decisión de formar parte de la experiencia Centroamérica 18 responde a una inquietud personal que no había podido cumplir hasta ahora, cuando rondo los 39 años de edad y creo tener la madurez suficiente para enfrentarme a una vivencia de este tipo. Digo creo tenerla, porque si algo ha supuesto este viaje para mí es la posibilidad de cuestionar y reubicar aspectos de mi vida y de mi persona, que sin duda han venido a resignificar algunas de esas cuestiones básicas que llamamos, nuestros ejes vitales.

Me resulta complejo, concretar las dimensiones que alcanza, no sé si he tenido el suficiente tiempo, ni la necesaria capacidad de profundización que requiere acercarse a realidades tan alejadas para regresar, al poco tiempo, al frenesí propio de nuestra vida diaria.

Sin embargo, si hay algo que tengo claro es que esta experiencia me ha hecho parar, me ha hecho pensar y me ha hecho sentir. A partir de aquí, los matices, las anécdotas y el discurso que pudieran acompañar este pequeño escrito podrían ser infinitos. Si tuviera que elegir una sola palabra para definir este mes de estancia en Guatemala, sería enamoramiento. Pero no del romántico propio de las mejores novelas latinoamericanas, sino de ese que hace fascinarte y embelesarte ante lo desconocido, vivir con intensidad y desear que amanezca para beber del nuevo día con todo lo que traiga.

Guatemala enamora. Me lo dijeron antes de viajar, me lo repitieron al llegar y lo confirmé en el momento de abandonar un lugar del mundo, al que antes o después estoy segura volveré. He recibido y dado afecto, he sentido respeto y admiración que han sido ampliamente correspondidos y he tenido la oportunidad de conocer la enorme diversidad de un país, que esconde sorpresas en cada rincón. 

Los chapines, término que los y las guatemaltecas utilizan para denominarse a sí mismas, son gente dulce, amable, servicial y siempre dispuesta a complacer a quien les visita, haciéndote sentir casi de inmediato como una más. Pero sobre todo, son personas agradecidas ante el más mínimo gesto de amabilidad o atención que dispenses, así sea una simple sonrisa o una breve visita a su comunidad.

 

Fotografía: Edurne y su compañera Nerea acompañando a los niños y niñas de la comunidad.

Nerea, mi compañera de experiencia, y yo misma colaboramos durante casi un mes con el Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica, IGER. Nuestro proyecto de destino, es sin duda alguna una obra especial dentro de aquellas que conforman la obra social de la Compañía de Jesús. El IGER trabaja para que la educación sea un derecho real en Guatemala, mediante un sistema de aprendizaje académico basado en clases radiadas y en la creación de libros orientados al aprendizaje autodidacta. En un país con una corrupción estructural y una ciudadanía en un estado perenne de indefensión, el acceso universal a la educación es a día de hoy una conquista en construcción.

Ni las estructuras, ni los recursos, ni la educación de calidad, ni siquiera la legislación estatal son garantes de prácticamente nada en este lugar del mundo que sin embargo lo tiene todo -o casi todo- para vivir por sí mismo, con la dignidad propia de las sociedades democráticas. Sin embargo, o tal vez precisamente por eso, lo más fascinante del proyecto es el hecho de que su columna vertebral es la acción voluntaria. El sistema de aprendizaje se apoya en los denominados círculos de estudio. Este término, que evoca por otro lado la propuesta pedagógica de Paulo Freire, es el que se utiliza para denominar los encuentros que una vez por semana mantienen los y las estudiantes con un orientador u orientadora voluntaria, por lo general de la propia comunidad, cuyo el objetivo es resolver dudas y cuestiones que hayan podido surgir durante la semana.

Como voluntaria, tener la oportunidad de compartir vivencias con estudiantes, maestras y maestros pero también con el personal del IGER, ha sido sin duda lo mejor de esta experiencia, donde las personas y las historias individuales que esconden quedarán siempre guardadas como hermosos regalos en mi memoria.

A través de todos ellos y de quienes me han acompañado en este proceso he logrado una de mis más preciadas ganancias; recuperar el espíritu de aquella joven que decidió hace 20 años convertirse en trabajadora social, bajo una firme creencia de que vivimos en un mundo injusto y que podemos y debemos hacer algo para compensarlo. Gracias de corazón.